María y su encuentro con el Carruaje de la Muerte
El aire nocturno de Antigua Guatemala siempre tenía un dejo de misterio, un susurro de historias antiguas que se colaban entre las piedras coloniales. María, una joven de espíritu curioso y corazón valiente, disfrutaba de sus caminatas nocturnas por las calles empedradas, sintiendo la historia palpitar bajo sus pies. Aquella noche, la luna llena proyectaba sombras danzarinas, alargando las fachadas de las casas de adobe y bañando el Arco de Santa Catalina en una luz espectral.

María se acercaba al icónico arco, su silueta recortándose contra el cielo estrellado. El silencio era casi absoluto, roto solo por el lejano ladrido de un perro y el suave eco de sus propios pasos. Al cruzar bajo la imponente estructura amarilla, sintió un escalofrío recorrerle la espalda, una sensación extraña, como si el tiempo mismo se hubiera detenido por un instante.
De repente, un sonido la hizo detenerse en seco. Un traqueteo lento y pesado, como de ruedas sobre adoquines, se acercaba desde la oscuridad de la calle empedrada que conducía al arco. El sonido era inusual, carente del alegre tintineo de los carruajes turísticos que solían transitar la zona durante el día. Este era un sonido más grave, más ominoso.
A medida que el ruido se acercaba, una figura emergió de la sombra. Era un carruaje antiguo, completamente negro, sin adornos ni luces que rompieran su negrura. Parecía deslizarse sin esfuerzo, sin el relincho de caballos, aunque María podía sentir una presencia poderosa tirando de él. Entonces los vio: espectros de caballos negros, sus formas apenas definidas en la penumbra, sus ojos brillando con una luz fría e irreal.
En el pescante, sentado inmóvil, había una figura vestida completamente de negro. Su rostro estaba oculto por una capucha profunda, pero María sintió una mirada intensa, penetrante, clavada en ella. La figura irradiaba una autoridad silenciosa, una presencia que helaba la sangre, evocando la imagen sombría de la Parca.
Un terror frío se apoderó de María, paralizándola en medio del arco. Nunca había creído realmente en las leyendas del carruaje de la muerte que se decía rondaba las calles de Antigua en noches de luna llena, llevándose almas desprevenidas. Pero lo que veía ante sus ojos era innegable.
Mientras el carruaje se acercaba lentamente, unas figuras espectrales femeninas surgieron de las casas de adobe cercanas. Sus formas era etéreas, translúcidas, y flotabas sin esfuerzo hacia el carruaje. María observó con horror cómo las figuras se acercaban a la puerta del carruaje, que pareció abrirse sola, sin que el conductor hiciera ningún movimiento.
Las figuras femeninas espectrales ascendieron al carruaje con una serenidad escalofriante, como si estuvieran resignadas a su destino. Una vez dentro, la puerta se cerró silenciosamente. El conductor, aún inmóvil y oculto, pareció hacer una señal invisible.
Los espectros de caballos negros se movieron entonces, y el carruaje comenzó a avanzar lentamente, alejándose bajo el arco hacia la oscuridad de la noche. El traqueteo de las ruedas se desvaneció gradualmente, dejando tras de sí un silencio aún más profundo y pesado.
María permaneció inmóvil bajo el arco, su corazón latiendo con fuerza en su pecho. El aire a su alrededor parecía cargado de una energía fría y sobrenatural. Había sido testigo de algo que desafiaba toda lógica, un encuentro aterrador con una leyenda que se había materializado ante sus ojos.
Lentamente, con las piernas temblorosas, María salió del arco. La luna llena seguía brillando, pero ahora la luz parecía más tenue, la noche más oscura. La belleza colonial de Antigua Guatemala se había teñido de un aura sombría, recordándole la fragilidad de la vida y la presencia invisible de lo desconocido.
Nunca más volvió a caminar sola por las noches en Antigua sin un escalofrío recorriéndole la espalda al pasar bajo el Arco de Santa Catalina. La imagen del carruaje negro y sus espectrales caballos, llevándose silenciosamente a la figura femenina, quedó grabada para siempre en su memoria, un recordatorio lúgubre de que en las noches antiguas, las leyendas pueden cobrar vida.
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