Juan el leñador y el susto de su vida
El sol comenzaba a teñir de naranja y púrpura el horizonte montañoso de Colombia cuando Juan, un leñador corpulento de manos curtidas y corazón sencillo, decidió que era hora de regresar a su humilde cabaña. La jornada había sido ardua, el eco de su hacha resonando durante horas en la espesura del bosque. Ahora, solo el canto melancólico de las aves nocturnas rompía el silencio creciente.
Juan conocía bien esos senderos, cada árbol, cada recodo del camino. Pero esta noche, una sensación extraña lo acompañaba, una inquietud sorda que no lograba identificar. El aire se sentía más denso de lo habitual, cargado de un aroma dulce y embriagador, casi nauseabundo.
De repente, entre la maleza, vislumbró una figura femenina. Una mujer de belleza exótica, con una larga cabellera oscura que ondeaba suavemente a pesar de la ausencia de viento. Su vestido, de un blanco inmaculado, parecía irradiar una tenue luz en la penumbra. Juan, aunque hombre solitario, sintió una punzada de curiosidad y un ligero rubor en las mejillas.
La mujer lo llamó con una voz melodiosa y seductora, un susurro que parecía acariciar el alma. Juan se acercó, embelesado por su encanto. Ella sonrió, revelando unos labios carmesí intensos, y extendió una mano delicada hacia él. Juan sintió un impulso irresistible de tomarla.
Pero al dar un paso más, la visión comenzó a distorsionarse. El dulce aroma se intensificó hasta volverse sofocante, casi a carne en descomposición. El vestido blanco pareció desvanecerse, revelando una figura incompleta, grotesca. Donde deberían haber estado sus dos piernas, solo había una, gruesa y peluda, terminada en una pezuña hendida que golpeaba la tierra con un sonido sordo y antinatural.
El rostro hermoso se transformó en una máscara de horror, con ojos inyectados en sangre y una boca desdentada que dejó escapar un alarido agudo y escalofriante. Juan comprendió al instante la terrible verdad: estaba frente a la Patasola, la temida criatura de las leyendas, un espíritu maligno que adopta la forma de una mujer hermosa para atraer a sus víctimas y luego revelar su verdadera y monstruosa naturaleza.

El terror heló la sangre de Juan. Intentó retroceder, pero sus piernas parecieron clavarse al suelo. La Patasola avanzó hacia él con agilidad sorprendente para un ser de una sola pierna, su aliento fétido envolviéndolo. Juan sintió un dolor punzante en el pecho, como si una garra invisible lo estuviera apretando.
En un acto desesperado, Juan recordó las historias que su abuela le contaba para ahuyentar a los malos espíritus. Cerró los ojos con fuerza y comenzó a rezar con fervor, invocando a todos los santos que conocía. El hedor se intensificó, el alarido se hizo más ensordecedor, pero Juan continuó rezando, con la voz temblorosa pero firme.
Lentamente, la presión en su pecho disminuyó. El alarido comenzó a alejarse, perdiéndose en la oscuridad del bosque. Cuando Juan se atrevió a abrir los ojos, la Patasola ya no estaba. Solo quedaba el rastro de su pezuña en la tierra blanda y el persistente olor a putrefacción en el aire.
Tembloroso y bañado en sudor frío, Juan se levantó con dificultad. Sus piernas apenas respondían, pero la urgencia de escapar lo impulsó a correr ciegamente a través del bosque, tropezando con raíces y ramas, hasta que divisó la tenue luz de su cabaña.
Al llegar, se desplomó junto al fuego, el corazón latiéndole con violencia. No durmió en toda la noche, atormentado por la visión de la Patasola y su grito infernal. A la mañana siguiente, Juan regresó al lugar del encuentro, pero no encontró nada más que las huellas confusas de su propia huida.
Desde aquel trágico encuentro, Juan nunca volvió a ser el mismo. Se convirtió en un hombre taciturno y solitario, que evitaba internarse en el bosque al caer la noche. El recuerdo de la Patasola lo perseguía en sus sueños, y el dulce aroma de ciertas flores le provocaba un escalofrío de terror.
La leyenda de Juan y su encuentro con la Patasola se sumó a las muchas historias que se contaban en la región, sirviendo como una sombría advertencia sobre los peligros que acechan en la oscuridad de la selva y la importancia de no dejarse engañar por las apariencias, pues a veces, la belleza es solo el disfraz de un horror inimaginable. Y en las noches silenciosas, algunos juraban escuchar un lejano alarido, un recordatorio eterno del trágico encuentro de Juan con la Patasola.
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